LA
VIEJECITA QUE HACÍA TEMBLAR A LA LLUVIA
Por Juan Rodríguez Pérez
Llegué a Juanjui, cuando menos lo esperaba, aprovechando la invitación de mi
amigo Rómulo, ingeniero de profesión y que confiaba en mi buen criterio para
descubrir el mejor sendero por donde debía encaminarse la trocha para llegar al
Gran Pajatén. Me alegré de encontrar a mi amigo José quien hacía más o menos un
año había salido de Lima y no tenía cuando regresar, tal vez porque se
encontraba a gusto en su tierra o porque se había dado cuenta que nunca debió
haber dejado su selva.
A pesar que el sol empezaba a retroceder para dibujar en el cielo estelas
brillantes que buscaban refugio entre los árboles, sentía que el calor tomaba
posesión del pueblo, obligándome a penetrar en un bar que estaba al costado y
era atendida por una señora algo entrada en años, pero que conservaba un cuerpo
que debía haber tenido su buena época. Pedí una cerveza. Vi que la señora le
hacía seña a una jovencita que limpiaba una de las mesas.
—¿Quiere que le acompañe? —preguntó la muchacha, esbozando una leve sonrisa y
mostrándome una silla.
Me sentí un poco incómodo cuando ella se sentó cruzando las piernas.
—¿Está buscando a alguien? Lo he notado.
—Estoy de pasada, me voy hacia Jelache, y quería conversar con mi amigo José.
Sé que está alojado en esta pensión.
—Ah! —Exclamó la muchacha—. El señor Joshe, el que siempre está diciendo
"jodido pero contento". Ese viejito wiramaso me da risa, cada vez que
me ve, friega y dice, "¿Loicith, ya atrapaste a uno?" El cree que
todos los que vienen a tomar un par de cervezas quieren hacer
"cositas". Yo me hago de rogar, primero les mareo, yo también soy una
pendeja, aunque la dueña del negocio me mire mal.
La quedé mirando. Tendría apenas unos 17 años o a lo más dieciocho, pero su
cuerpo frágil y delgado solo dejaba vislumbrar unos 14 o 15 años.
—¿Haces "cositas"?
—Ah, señor, no se haga, si cuando están borrachos todos quieren llevarnos a la
cama. La señora tiene atrás un colchón por si se anima.
—No, gracias, mañana parto, solo quiero conversar con mi amigo Joshe.
—No creo que mañana pueda salir. Mire, el cielo se está poniendo oscuro. Va a
llover toda la noche. Usted se va a quedar aquí, mirando cómo cae la lluvia. Le
puedo hacer compañía si quiere, pero después que termine y eso será como a las
doce de la noche. Cuando llueve no aparecen clientes.
—No tengo mucho tiempo. Con unos amigos tenemos que revisar un proyecto.
—Salvo que usted le diga a la viejita que está al fondo, sentada en su
mecedora.
Ella tiene el poder de detener a la lluvia.
—No me hagas reír —fruncí el ceño un tanto asombrado.
Me serví un vaso lleno de cerveza y lo tomé apurado. Dije, qué calor hace por
acá, y volví a llenarme el vaso. "¿Te vas a quedar conmigo?"
—Ya le dije que si usted quiere, me quedo en su mesa. O de repente le gusta un
muchachito.
—Guarda, pero qué cosa dices.
—Ñañito, es que no lo veo decidido.
—Trae otra cerveza y siéntate a mi lado.
La muchacha se levantó y caminó meneando el culo. No era alta, apenas llegaría
al metro cincuenta y cinco, pero sus maneras y la forma de conversar
entusiasmaban a cualquiera. Ligeramente morena, con el pelo suelto que, de rato
en rato, mordisqueaba, haciendo un mohín, dejándome perplejo.
—Háblame de la viejecita que hace temblar a la lluvia.
—Ah, ñañito, ya veo que estás preocupado. Doña Shobe, es experta. La lluvia le
tiembla si ella se para y agarra su "cachimba". Por eso, todos
nosotros, le damos su sencillo para que fume y aleje a la lluvia. Si hay fiesta
hay que rogarle para que no malogre la presentación. Algunos muchachos,
fregados, cuando no quieren ir a la escuela, vienen y le pagan para que no
fume. Ella es "poderosa".
La muchacha hablaba convencida de los poderes de la anciana que se balanceaba
en la hamaca. Ya teníamos a la noche encima y la dueña del establecimiento, que
de rato en rato miraba de reojo a la muchacha, prendió unas luces que apenas
alumbraban el establecimiento.
—Ella fuma con ganas y con furia. Se levanta y echa humo al cielo y la lluvia
se espanta. Depende de la intensidad de la lluvia; si es huarmilluvia fuma en
el coronel, pero si es fuerte y amenaza con relámpagos y truenos, fuma en el
general. Con eso soluciona el problema. Puede llover en cualquier sitio, pero
en nuestro pueblo no.
—¿Y tú crees eso?
Antes de contestar agarró mi vaso y tomó el contenido. Luego se sonrió haciendo
una mueca que me introdujo en un mundo lleno de ilusión. Ella adormecía con la
mirada. En sus pupilas me encontraba desprotegido, sin poder escapar del
encierro a que me tenía la muchacha de ojos misteriosos
—No sé. Algunas personas creen en sus poderes. Y le traen cosas. La otra vez
llegó un sobrino suyo, de Italia, creo, y se burlaba de ella. Pero doña Shobe,
bien sentadita en su mecedora, con sus lentes negros puestos, fumaba y fumaba a
su coronel, dispuesta a contrariar a la lluvia. El "Italianito" se
reía y le animaba a seguir. La lluvia persistía… "Ya ves, tía, no pasa
nada". Entonces ella contestó: "es que no me di cuenta que la lluvia
ya estaba encima, y cuando me gana, ya no hay nada qué hacer". Y volvió a
sentarse en su mecedora, fumando despacio, oyendo que la lluvia golpeaba el
techo de calamina.
Me sentí cautivado por esta historia incrédula, llena de fantasía, que tenía
nombre propio.
—¿Por qué lo de "coronel"?
—Ah, ¿ñañito, no estás atento? Ya le dije que si la lluvia es de poca
importancia, o sea leve, entonces agarra su cachimba, su pipa, pues, la más
chica que ella llama "coronel" y le llena de tabaco y fuma; pero si
la lluvia viene con tormenta, agarra la más grande que llama
"General" y ahí procede con violencia. Eso sí, tiene que ser rápido,
se para, aunque se esté cayendo, y mirando el cielo lanza bocanadas de humo,
gritando, fuera lluvia, vete a otro lado. Con una mano agarra su cachimba y con
la otra esparce la lluvia. Eso me da risa, porque un día de estos se va a caer
y nadie la salvará, porque se mueve a las justas. Ah, si usted la viera.
Mientras miraba a la muchacha hilvanaba ideas en torno al día de mañana. Si
llueve, como afirma Loicith, nos malograría el día porque los caminos estarían
llenos de barro y dificultaría nuestro accionar.
—¡César! —oí un grito en la puerta que reconocí. Era mi amigo José.
—¿Me viste a pesar de la escasa luz?
—Ya me habían pasado la voz que había un joven de tus características tomando
una cerveza con mi amiga Loicith. ¿Qué tal? ¿Te está tratando bien?
—Don Joshé, usted sabe que aunque jodida, pero contenta… fua, fay…
—Así es hijita, pero este amigo es especial. Ya tú sabes… César, Vámonos un
momento a saludar a la familia. Desde que a mi cuñada le hablé de ti, te ha
reservado un cuarto por si alguna vez te animabas a venir por estas tierras, y
fíjate que se dio el caso. ¿Y qué te trae por acá?
Le fui contando todo lo relacionado a mi viaje, apurando de rato en rato mi
cerveza. En ese momento empezaron a caer las primeras gotas de lluvia sobre el
techo de calamina. "Yo se lo dije", murmuró la muchacha y haciendo un
mohín se retiró a ponerse detrás del mostrador. José me llevó a saludar a su
cuñada, la anciana que seguía sentada en su mecedora, sin inmutarse por la
lluvia que amenazaba con prolongarse. Debía tener aproximadamente entre 85 a 90
años. Unos lentes negros cubrían sus ojos, calculé que debía ser para
protegerse del humo que emanaba de la pipa.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—Mañana partimos a Jelache.
—No me hagas reír. Esta noche va a llover como no imaginas. La abuela no se ha
preparado para ahuyentarlo así que quédate tranquilo en el cuarto que mi cuñada
te ha reservado.
Saludamos a la viejecita que tenía un aire misterioso por esos extraños lentes
que llevaba puesto. Se levantó para protegerse de la lluvia y acomodó su
mecedora en el cuarto del fondo. Me hizo una seña y con su bastón apuntó una de
las sillas donde debía sentarme. Cenamos algo ligero: un juane de gallina
acompañado de un café aromático con granos de anís. Conversamos casi hasta las
diez de la noche. Después, cuando empezó a ganarle el sueño, José me enseñó el
cuarto donde descansaría. Estaba a la entrada de la casa, colindando con el
local donde trabajaba Loicith, separada apenas por una puerta de madera. La
viejecita seguía sentada en su mecedora. No tenía idea si seguía despierta o se
había dormido porque en ningún momento se había quitado los lentes negros. Dije
que me quedaría un rato más, oyendo el golpetear de la lluvia. Me asomé a la
puerta y vi parada a la muchacha en el umbral del local. Tenía ganas de fumar
porque un ligero frío empezaba a molestarme. Así que me acerqué a solicitarle
cigarros de cualquier marca. No me interesaba. Ella sonrió moviendo la cabeza.
Me senté y pedí una cerveza. La vi llevarse un dedo a la boca como dándome a
entender que ya sabía que iba a regresar.
—Solo quiero tomar dos cervecitas, pero no me gusta hacerlo solo, ¿me quieres
acompañar?
—Para eso estoy, ñañito. Te voy a complacer en todo. Y si te mareas me dormiré
a tu lado para que te sientas seguro, porque otras te pueden robar.
No sé en qué momento Locitih me llevaría a mi cuarto y se quedara dormido a mi
lado, despertándome con el aroma de su fragancia. La ternura de su piel me
llenaba de antojo pasional. Serían como las seis de la mañana, pero la luz que
alumbraba el sol me daba la impresión que sería más allá de las 8. La vi moverse
y descubrí su cuerpo desnudo. Me sentí un poco avergonzado, pues era casi una
niña.
—Hola —me saludo cuando me acercaba a la puerta—. Supongo que te quedarás un
día más.
—Tenías razón. Espero que hoy no llueva para continuar nuestro trabajo mañana
temprano.
—Ahora le voy a rogar a doña Shobe para que fume y ustedes puedan partir.
Ñañito, ¿Cuándo regreses vendrás a buscarme?
En su cara puso una expresión que me adormeció unos instantes. Se vistió como
pudo y antes de salir volvió a insistir con su pregunta. Le dije que sí y ella
sonrió venteando su falda.
Cuando estaban por dar las doce del día, José me llamó para almorzar. Algo
ligero: un poco de mingado, con rosquitas de almidón. Vi al fondo de la casa a
doña Shobe, fumando su cachimba, con una dedicación absoluta, concentrada en
cada bocanada que daba. Decía algunas palabras que no pude entender, pero que
los repetía mirando al cielo. Ese día no llovió. Por la noche, Loicitih regresó
a mi cuarto y me comentó que le había dado un sencillo a la abuela para que
fumara y alejara a la lluvia mientras estuviera en el pueblo. Se puso cariñosa.
No tardé en dormirme, acariciando la piel de Loicith, embriagado por el aroma
de su cuerpo.
Me despertaron los toquidos insistentes a la puerta. No estaba la muchacha.
Partimos sin desayunar porque insistieron que había que ganarle al día por si
se avecinaba una lluvia. Llegamos a Pachiza y de ahí a Huicungo donde tenían
una base para guardar las herramientas. De ahí seguimos en canoa por el río
Huayabamba, el río Jelache y por último el río Abiseo. Después avanzamos a pie
tratando de lograr nuestro objetivo de verificar si la zona era propicia para
hacer una carretera que nos permitiera llegar al Gran Pajatén. Teníamos como
una semana en ese plan. Cansados de las picaduras y de haber reunido el
material necesario, regresamos a Huicungo donde dormimos. Al día siguiente
estuvimos en Juanjui. Un sol intenso calentaba las calles molestando los ojos
mientras el ruido de las motos nos aturdía.
José me recibió con alegría. Aprovechamos la tarde para refrescarnos en el
Huallaga. Vi en el puerto a Loicith.
—La abuela ha estado fumando estos días —dijo la muchacha, acercándose—. Te
quiere mucho.
—Pero si apenas la conozco.
—No sé. Todos estos días ha estado fumando tanto a su coronel como a su
general. ¿No te das cuenta que hay un sol radiante? Es por ella. ¿Mañana vas a
partir?
—Sí, tenemos que ir a Tarapoto para ultimar detalles. Me gusta la inscripción
que hay en tu polo.
—Si quieres te lo regalo.
Y sin darme tiempo a una negativa, se quitó el polo dejando al descubierto sus
pechos firmes como los mangos de la región. Yo hice lo propio: me despojé del
polo y se lo di. Se lo puso de inmediato para luego soltar una carcajada.
"Ñañito, tu polo huele a berraco, fua, fuay".
Esa noche hicimos el amor hasta cansarnos. No fue a trabajar, así que nos
refugiamos en un hotel a la orilla del río. Me contó que la abuela estaba un
poco mal, porque hacía un tiempo que no podía levantar su espalda, por eso
estaba echada todo el tiempo, y que cada vez que fumaba para hacer correr a la
lluvia terminaba en su cama. A nadie contaba su padecimiento, solo ella que se
enteró una tarde que le llevó un racimo de plátanos y algo de dale-dale y la abuela
preocupada le dijo que sus días estaban por llegar a su fin.
—Si vez que la lluvia cae sin parar, es que la abuela ya no tuvo fuerzas para
doblegarlo, o de repente perdió la batalla.
—No hablemos de ella. Nada le va a pasar. Me da la impresión que va a durar
cien años más, porque la veo fuerte y poderosa.
Besé sus labios tiernos y frescos. Ella cerró los ojos y se dejó acariciar.
Antes de dormirme el estallido de un relámpago me hizo saltar de la cama.
"No te asustes", dijo Loicith, "no va a llover".
Al día siguiente me fui a despedir de José y de la abuela. No estaba sentada en
su mecedora. No quiso salir de su cuarto, ni siquiera se dejó ver, de lejos me
gritó que me vaya bien.
—No pude despedirme de la abuela —comenté a Loicith.
—Te dije que estaba algo mal. Apresúrate, porque puede caer la lluvia cuando no
hay nadie quien la detenga. ¿Regresarás pronto?
—No sé, todo depende del proyecto. Si lo aprueban estoy dentro de seis meses.
—¿Y si no? ¿Quién crees que cuidará a nuestro hijo?
Moví la cabeza.
—Antes de medio año volveré. Te lo prometo. Ahora me voy porque si es cierto lo
que dices, si la abuela se pone mal, la lluvia no tendrá piedad de nosotros.
Sus manos sabían acariciar mi rostro. Mis ojos se humedecieron sin poder
comprender, apenas le conocía, pero había algo en ella que me atraía. Sí, tenía
que volver.
Media hora de camino y empezó el viento que arrancó el toldo del carro. Yo que
me encontraba en la cabina pude notar a lo lejos que las nubes empezaban a
ponerse negras. Pensé en la abuela Shobe y en Loicith. No tuve tiempo de pensar
más, porque la tormenta nos obligó a parar y a buscar refugio en una casa
ubicada en el camino. Un árbol cayó cerca de nosotros y el camino se volvió
nuboso, lleno de neblina y nos retuvo como dos horas. Cuando pensamos que
escamparía en cualquier momento, partimos con un poco de temor. Nuestra visión
era escasa y faltaba un largo trecho para recorrer. Aún así, llegamos y lo
primero que hice fue llamar a Loicith y me confirmó lo que deduje en el camino.
La abuela había fallecido poco después de nuestra partida. No sé si sería
casualidad, pero cada vez que veo llover con intensidad pienso en la muchacha y
en la abuela Shobe, con sus ojos cubiertos por los lentes negros, mirando a las
nubes, intentando dominar a la lluvia, arrojando bocanadas de humo, gritando:
fuera lluvia, aléjate, y desde un rincón, Loicith, sonriendo, tapándose la
boca.