miércoles, 29 de diciembre de 2010

♠ A NUESTRO PADRE CREADOR TÚPAC AMARU (Poesía de José maría Arguedas)

A más de doscientos años de la gesta revolucionaria del Cacique de Tungasuca y 
el CENTENARIO del nacimiento de J.M Arguedas, su presencia es más fuerte y 
vigente que nunca, y sus sueños se van tornando realidad. El 4 de noviembre 
de 1780, se da el grito libertario de Tupac Amaru, y el 18 de enero de 1911 
nace el amauta Arguedas. Recordamos, con este poema-canción, a los dos 
grandes forjadores del Perú moderno. 

A NUESTRO PADRE CREADOR TÚPAC AMARU
(HIMNO-CANCION)


Tupac Amaru Kamaq taytanchisman (haylli-taki)

-A Doña Cayetana, mi madre india, que me protegió con sus lágrimas y su 
ternura, cuando yo era niño huérfano alojado en una casa hostil y ajena. A los 
comuneros de los cuatro ayllus de Puquio en quienes sentí por vez primera, 
la fuerza y la esperanza-.  


Tupac Amaru, hijo del Dios Serpiente; hecho con la nieve del Salqantay; tu 
sombra llega al profundo corazón como la sombra del dios montaña, sin 
cesar y sin límites.
  
Tus ojos de serpiente dios que brillaban como el cristalino de todas las 
águilas, pudieron ver el porvenir, pudieron ver lejos. Aquí estoy, fortalecido 
por tu sangre, no muerto, gritando todavía.  


Estoy gritando, soy tu pueblo; tú hiciste de nuevo mi alma; mis lágrimas las 
hiciste de nuevo; mi herida ordenaste que no se cerrara, que doliera cada vez 
más. Desde el día en que tú hablaste, desde el tiempo en que luchaste con el 
acerado y sanguinario español, desde el instante en que le escupiste a la 
cara; desde cuando tu hirviente sangre se derramó sobre la hirviente tierra, 
en mi corazón se apagó la paz y la resignación. No hay sino fuego, no hay 
sino odio de serpiente contra los demonios, nuestros amos.  


Está cantando el río, 
está llorando la calandria, 
está dando vueltas el viento; 
día y noche la paja de la estepa vibra; 
nuestro río sagrado está bramando; 
en las crestas de nuestros Wamanis montañas,  
en su dientes, la nieve gotea y brilla. 
¿En dónde estás desde que te mataron por nosotros? 


Padre nuestro, escucha atentamente la voz de nuestros ríos; escucha a los 
temibles árboles de la gran selva; el canto endemoniado, blanquísimo del mar; 
escúchalos, padre mío, Serpiente Dios. ¡Estamos vivos; todavía somos! Del 
movimiento de los ríos y las piedras, de la danza de árboles y montañas, de 
su movimiento, bebemos sangre poderosa, cada vez más fuerte. ¡Nos 
estamos levantando, por tu casa, recordando tu nombre y tu muerte!  


En los pueblos, con su corazón pequeñito, están llorando los niños.  
En las punas, sin ropa, sin sombrero, sin abrigo, casi ciegos, los hombres 
están llorando, más tristes, más tristemente que los niños. 
Bajo la sombra de algún árbol, todavía llora el hombre, Serpiente Dios, más 
herido que en tu tiempo; perseguido, como filas de piojos. 
¡Escucha la vibración de mi cuerpo! Escucha el frío de mi sangre, su temblor 
helado. 
Escucha sobre el árbol de lambras el canto de la paloma abandonada,  
nunca amada; 
 el llanto dulce de los no caudalosos ríos, de los manantiales que suavemente  
brotan al mundo.  
¡Somos aún, vivimos!  


De tu inmensa herida, de tu dolor que nadie habría podido cerrar, se levanta 
para nosotros la rabia que hervía en tus venas. Hemos de alzarnos ya, padre, 
hermano nuestro, mi Dios Serpiente. Ya no le tenemos miedo al rayo de 
pólvora de los señores, a las balas y la metralla, ya no le tememos tanto. ¡Somos todavía! Voceando tu nombre, como los ríos crecientes y el fuego que 
devora la paja madura, como las multitudes infinitas de las hormigas 
selváticas, hemos de lanzarnos, hasta que nuestra tierra sea de veras 
nuestra tierra y nuestros pueblos nuestros pueblos.
  
Escucha, padre mío, mi Dios Serpiente, escucha: 
las balas están matando, 
las ametralladoras están reventando las venas, 
los sables de hierro están cortando carne humana; 
los caballos, son sus herrajes, con sus locos y pesados cascos, mi cabeza,  
mi estómago están reventando, 
aquí y en todas parte; 
sobre el lomo helado de las colinas de Cerro de Pasco, 
en las llanuras frías, en los caldeados valles de la costa, 
sobre la gran yerba viva, entre los desiertos.  


Padrecito mío, Dios Serpiente, tu rostro era como el gran cielo, óyeme: ahora 
el corazón de los señores es más espantosos, más sucio, inspira más odio. 
Han corrompido a nuestros propios hermanos, les han volteado el corazón y, 
con ellos, armados de armas que el propio demonio de los demonios no podría inventar y fabricar, nos matan. ¡Y sin embargo, hay una gran luz en 
nuestras vidas! ¡Estamos brillando! Hemos bajados a las ciudades de los 
señores. Desde allí te hablo.  
Hemos bajado como las interminables filas de hormigas de la gran selva. 
Aquí estamos, contigo, jefe amado, inolvidable, eterno Amaru. 


Nos arrebataron nuestras tierras. Nuestras ovejitas se alimentan con las 
hojas secas que el viento arrastra, que ni el viento quiere; nuestra única vaca 
lame agonizando la poca sal de la tierra. Serpiente Dios, padre nuestro: en tu 
tiempo éramos aún dueños, comuneros. Ahora, como perro que huye de la 
muerte, corremos hacia los valles calientes. Nos hemos extendido en miles 
de pueblos ajenos, aves despavoridas.  


Escucha, padre mío: desde las quebradas lejanas, desde las pampas frías o 
quemantes que los falsos wiraqochas nos quitaron, hemos huido y nos 
hemos extendido por las cuatro regiones del mundo. Hay quienes se aferran 
a sus tierras amenazadas y pequeñas. Ellos se han quedado arriba, en sus 
querencias y, como nosotros, tiemblan de ira, piensan, contemplan. Ya no 
tememos a la muerte. Nuestras vidas son más frías, duelen más que la 
muerte. Escucha, Serpiente Dios: el azote, la cárcel, el sufrimiento inacabable, 
la muerte, nos han fortalecido, como a ti, hermano mayor, como a tu cuerpo y 
tu espíritu. ¿Hasta donde nos ha de empujar esta nueva vida? La fuerza que 
la muerte fermenta y cría en el hombre ¿no puede hacer que el hombre 
revuelva el mundo, que lo sacuda? 


Estoy en Lima, en el inmenso pueblo, cabeza de los falsos wiraqochas. En la 
Pampa de Comas, sobre la arena, con mis lágrimas, con mi fuerza, con mi 
sangre, cantando, edifiqué una casa. El río de mi pueblo, su sombra, su gran 
cruz de madera, las yerbas y arbustos que florecen, rodeándolo, están, están 
palpitando dentro de esa casa; un picaflor dorado juega en el aire, sobre el 
techo.  


Al inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo. 
Con nuestro corazón lo alcanzamos, lo penetramos; con nuestro regocijo no 
extinguido, con la relampagueante alegría del hombre sufriente que tiene el 
poder de todos los cielos, con nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos 
envolviendo. Hemos de lavar algo las culpas por siglos sedimentadas en esta 
cabeza corrompida de los falsos wiraqochas, con lágrimas, amor o fuego. 
¡Con lo que sea! Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos juntos; nos 
hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos 
apretando a esta inmensa ciudad que nos odiaba, que nos despreciaba como 
a excremento de caballos. Hemos de convertirla en pueblo de hombres que 
entonen los himnos de las cuatro regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz, 
donde cada hombre trabaje, en inmenso pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los dioses montañas donde la pestilencia del mal no llega 
jamás. Así es, así mismo ha de ser, padre mío, así mismo ha de ser, en tu 
nombre, que cae sobre la vida como una cascada de agua eterna que salta y 
alumbra todo el espíritu y el camino.  


Tranquilo espera, 
tranquilo oye, 
tranquilo contempla este mundo. 
Estoy bien ¡alzándome! 
Canto; 
mismo canto entono. 
Aprendo ya la lengua de Castilla, 
entiendo la rueda y la máquina; 
con nosotros crece tu nombre; 
hijos de wiraqochas te hablan y te 
escuchan 
como el guerrero maestro, fuego 
puro que enardece, iluminando. 
Viene la aurora. 
Me cuentan que en otros pueblos 
los hombre azotados, los que sufrían, 
son ahora águilas, cóndores de 
inmenso y libre vuelo.  
Tranquilo espera.  
Llegaremos más lejos que cuanto tú quisiste y soñaste.  
Odiaremos más que cuanto tú odiaste;  
amaremos más de lo que tú amaste,  
con amor de paloma encantada, de calandria.  
Tranquilo espera, con ese odio y con ese amor sin sosiego y sin límites, lo 
que tú no pudiste lo haremos nosotros.  
Al helado lago que duerme, al negro precipicio, a la mosca azulada que ve y 
anuncia la muerte a la luna, las estrellas y la tierra, el suave y poderoso 
corazón del hombre; a todo ser viviente y no viviente, que está en el mundo, 
en el que alienta o no alienta la sangre, hombre o paloma, piedra o arena, 
haremos que se regocijen, que tengan luz infinita, Amaru, padre mío. La 
santa muerte vendrá sola, ya no lanzada con hondas trenzadas ni estallada 
por el rayo de pólvora. El mundo será el hombre, el hombre el mundo, todo a 
tu medida.  


Baja a la tierra, Serpiente Dios, infúndeme tu aliento; pon tus manos sobre la 
tela imperceptible que cubre el corazón. Dame tu fuerza, padre amado. 

José María Arguedas. Obras completas, Tomo V. Lima, Editorial Horizonte, 
1983. 

♠ NO SOY UN ACULTURADO DECÍA ARGUEDAS

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: NO SOY UN ACULTURADO
Palabras de José María Arguedas en el acto de entrega del premío "Inca Garcilazo de la Vega ". (Lima, Octubre 1968) 

Acepto con regocijo el premio Inca Garcilaso de la Vega , porque siento que representa el reconocimiento a una obra que pretendió difundir y contagiar en el espíritu de los lectores el arte de un individuo quechua moderno que, gracias a la conciencia que tenía del valor de su cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con el conocimiento, la asimilación del arte creado por otros pueblos que dispusieron de medios más vastos para expresarse.

La ilusión de juventud del autor parece haber sido realizada. No tuvo más ambición que la de volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se consideraba degenerado, debilitado o "extraño" e "impenetrable" pero que, en realidad, no era sino lo que llega a ser un gran pueblo, oprimido por el desprecio social, la dominación política y la explotación económica en el propio suelo donde realizó hazañas por las que la historia lo consideró como gran pueblo: se había convertido en una nación acorralada, aislada para ser mejor y más fácilmente administrada y sobre la cual sólo los acorraladores hablaban mirándola a distancia y con repugnancia o curiosidad. Pero los muros aislantes y opresores no apagan la luz de la razón humana y mucho menos si ella ha tenido siglos de ejercicio; ni apagan, por tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte. Dentro del muro aislante y opresor, el pueblo quechua, bastante arcaizado y defendiéndose con el disimulo, seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos. y bien sabemos que los muros aislantes de las naciones no son nunca completamente aislantes. A mí me echaron por encima de ese muro, un tiempo, cuando era niño; me lanzaron en esa morada donde la ternura es más intensa que el odio y donde, por eso mismo, el odio no es perturbador sino fuego que impulsa.

Contagiado para siempre de los cantos y los Mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad do San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenia por qué ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea: que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en la apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso más o menos general, que lo he conseguido. Por eso recibo el premio Inca Garcilaso de la Vega con regocijo.

Pero este discurso no estaría completo si no explicara que el ideal que intenté realizar, y que tal parece que alcancé hasta donde es posible, no lo habría logrado si no fuera por dos principios que alentaron mi trabajo desde el comienzo. En la primera juventud estaba cargado de una gran rebeldía y de una gran impaciencia por luchar, por hacer algo. Las dos naciones de las que provenía estaban en conflicto: el universo se me mostraba encrespado de confusión, de promesas, de belleza más que deslumbrante, exigente. Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico. No pretendí jamás ser un político ni me creí con aptitudes para practicar la disciplina de un partido, pero fue la ideologia socialista y el estar cerca de los movimientos socialistas lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energia que sentí desencadenarse durante la juventud. El otro principio fue el de considerar siempre el Perú como una fuente infinita para la creación. Perfeccionar los medios de entender este país infinito mediante el conocimiento de todo cuanto se descubre en otros mundos. No, no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y calor, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4.000 metros ; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempos, pero en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin movernos de aquí mismo. Ojalá no haya habido mucho de soberbia en lo que he tenido que hablar; les agradezco y les ruego dispensarme.

JOSE MARÍA ARGUEDAS Y LA AGONÍA DEL RASU ÑITI

La agonía del Rasu-Ñiti

José María Arguedas 

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”(1).

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.

Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani(2) está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka(3) que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”(4), el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza. 

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna

—¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió.

Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.

(1) Dansak: bailarín. 
Rasu-Ñiti: que aplasta nieve.
(2) Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.
(3) Mosca azul.
(4) Que cansa al zorro. 


José María Arguedas

lunes, 27 de diciembre de 2010

♠ NATURALEZA DEL TIEMPO


Y veamos el tiempo...

Diez años. Al terminar la primera década del siglo XXI, reproducimos un artículo de Óscar Miró Quesada de la Guerra, Racso, quien reflexiona sobre la naturaleza del tiempo.
Por: Racso (1884-1981)
Domingo 26 de Diciembre del 2010
En la versión publicada en los diarios sobre la conferencia sustentada por el distinguido astrónomo japonés Dr. José Ueta, hay indudablemente una confusión, pues le hacen decir que según Kant, espacio y tiempo son las formas de los sentidos. Aparte de la vaguedad de tal afirmación hay un equívoco, porque de acuerdo con la filosofía kantiana el tiempo y el espacio no pertenecen al mismo orden de la realidad ni a la misma manera de ser conocidos. En cuanto al espacio, cabría expresar que es una forma de los sentidos, pero el tiempo no puede figurar dentro de esa especie de conocimiento.
Grandes contribuciones

Uno de los grandes méritos de la filosofía de Kant es haber subrayado la parte con que contribuye el hombre, el sujeto, en el proceso del conocimiento; el espacio y el tiempo son dos de las contribuciones humanas importantísimas en ese proceso. De acuerdo con este punto de vista, el tiempo y el espacio son marcos en los que viene a encuadrarse las cosas para poder ser conocidas, los moldes en los que las cosas toman las formas que las convierten en aptas para ser conocidas. Ningún objeto exterior existe para nuestro conocimiento si no se presenta a nuestros ojos ocupando un sitio en el espacio, de modo que todo cuanto podemos conocer del mundo material externo es, siempre, un conocimiento especial, condicionado por el espacio. Como todo lo que vemos, palpamos, oímos, etc., lo vemos, palpamos, oímos, con los sentidos: el espacio resulta así una realidad que depende del modo de funcionar de los sentidos, y en consecuencia puede afirmarse, como dijo el profesor japonés Ueta, que es una forma de los sentidos.

El tiempo
Y veamos el tiempo. Aquí la cosa varía. El tiempo ni lo vemos ni lo palpamos, ni lo oímos. Podemos ver sus efectos, comprobar mediante relojes los trozos de su duración, pero como realidad directa es invisible, impalpable, inaudible. Sin embargo, también depende de un marco, de un molde humano: de la manera como funciona la mente del hombre. La vida del espíritu corriente, en efecto, es una corriente de estados de conciencia, una sucesión de ideas, sentimientos y quereres continua y renovada; es decir, la vida del espíritu es temporal; para podernos dar cuenta de lo que ocurre dentro de nosotros, todo lo que dentro de nosotros ocurre tiene que someterse al molde del tiempo. En este caso no se puede decir que el tiempo es una forma de los sentidos, si no se agrega que es una forma del sentido interno.

Para Kant la sensibilidad es la capacidad de darse cuenta de la manera cómo los objetos nos afectan, y es de dos clases: sensibilidad externa e interna.
La tiranía del espejo
Para quienes piensan que basta abrir los ojos y mirar para ver las cosas tales como son en sí mismas, resulta extraño que tengan que someterse a la tiranía de condiciones de espacio y tiempo que no dependen de ellas y que solo son frutos de la facultad de percepción del sujeto que conoce, de un modo de intuir las cosas. Este sometimiento de la realidad a las formas a priori de la intuición, se aclara con un símil: el espejo.

Si colocamos cualquier objeto frente a un espejo cóncavo, el objeto resulta curvo; si el espejo es convexo, el objeto resulta deformado en sentido contrario. En ambos casos, para ser reflejado por el espejo el objeto ha tenido que someterse a las formas a priori de la intuición del espejo, es decir, a la manera de reflejar las cosas. De modo análogo, el hombre cuando conoce un objeto impone a ese objeto, que es materia de su conocimiento, las formas a priori de su intuición, que son los moldes del espacio y del tiempo, como el espejo impone a las cosas que refleja las condiciones de su modo de reflejar, que dependen de la forma recta, cóncava o convexa del espejo.
[*] El Comercio, 29 de abril de 1957.

♠ MUSEO DE ARTE DE SAN MARCOS, EXPOSICIÓN DE PINTURA DE DIVERSAS ESCUELAS


Museo de Arte de San Marcos. Por sus 40 años de creación, esta institución fundada por Francisco Stastny realiza una muestra panorámica de las artes plásticas peruanas, desde la década del 20 hasta las propuestas de inicios del 2000.
Domingo 26 de Diciembre del 2010
La exposición será permanente y recorre de punta a punta las diversas tendencias artísticas contemporáneas en el Perú. A grandes rasgos, es el paso por el indigenismo, el informalismo, el conceptualismo, el abstraccionismo, la neofiguración, op y pop art, el realismo social, el surrealismo, los diferentes colectivos, etc. y toda la gama de variadas propuestas que cruzan la historia del arte contemporáneo y que han configurado eso que conocemos como plástica nacional.
Para los organizadores, esta exposición trata de convertir el Museo de Arte de San Marcos, a 40 años de su creación, en un espacio de apertura y agente activo en el escenario de las artes visuales de hoy.
“Esto no solo en cuanto a una típica institución encargada de guardar en sus muros importantes manifestaciones visuales, sino como promotora de la difusión de estas producciones que han marcado presencia en un determinado momento y, por ende, en un contexto social y político, desde el plano del arte”, explica el curador Juan Peralta en el catálogo de la exposición.
Con alrededor de 69 piezas, la muestra tiene como base la Colección de Arte Contemporáneo de la universidad decana, enriquecida con las donaciones de los artistas y colecciones particulares.
En las siete salas de la exposición, ubicadas en el siempre acogedor e histórico espacio de la Casona de San Marcos (Parque Universitario), los artistas y sus obras están distribuidos cronológicamente, desde los indigenistas de los años veinte hasta toda la variedad de las propuestas y estilos surgidos entre los años noventa y el nuevo siglo.
Artistas en muestra:
Del 20: Julia Codesido, Camilo Blas.
Del 40: Los independientes: Sabrino Springett.
Del 50: Alberto Dávila, Fernando de Szyszlo, Emilio Rodríguez Larraín.
Del 60: Gerardo Chávez, Alberto Quintanilla, Regina Meiners, Venancio Shinki, Rafael Hastings, Ciro Palacios, Leslie Lee, Regina Aprijaskis.
Del 70: Tilsa Tsuchiya y Ramiro Llona, Jesús Ruiz Durand, César Campos, Lika Mutal.
Del 80: Sonia Prager, Johanna Hamann, Juan Pastorelli, EPS Huaico, Armando Williams, Lucy Angulo, José Tola, Enrique Polanco, Eduardo Tokeshi, Carlos Runcie.
Del 90 al 2000: Eduardo Llanos, Alberto Casari, Nani Cárdenas, Christian Bendayán, Ana de Orbegoso, Piero Quijano, Natalia Iguiñiz, Cristina Planas, Rember Yahuarcani, entre otros. El Comercio.